A partir de la Edad Media, la matemática surgió del período de letargo que se había iniciado con la caída del Imperio Romano. Matemáticos de la talla de Leonardo de Pisa y Nicolás Oresme fueron capaces de aplicar y extender el conocimiento que se había conservado en el mundo islámico.
Hasta el siglo XI sólo una pequeña parte del corpus matemático griego era conocido en Occidente. Debido a que casi nadie podía leer griego, lo poco que estaba disponible provenía de los textos pobres escritos en latín en el Imperio Romano, junto con las muy pocas traducciones de obras griegas al latín. De estos los más importantes fueron los tratados de Boecio, que alrededor del año 500 d.C. redactó en latín una serie de escritos lógicos y científicos griegos. Su Aritmética, que se basa en la de Nicómaco, fue muy conocida y fue el medio por el cual los eruditos medievales aprendieron sobre la teoría de números de Pitágoras. Boecio y Casiodoro proporcionaron el material para la parte de la educación monástica llamada el quadrivium: aritmética, geometría, astronomía y teoría de la música. Junto con el trivium (gramática, lógica, retórica), estos temas formaban las siete artes liberales que se enseñaban en los monasterios, escuelas de las catedrales y, desde el siglo XII, en las universidades, y constituyeron la instrucción principal de la universidad hasta los tiempos modernos.

Boecio
Para la vida monástica bastaba saber cómo calcular con números romanos. La principal aplicación de la aritmética fue un método para determinar la fecha de Pascua, el computus, que se basaba en el ciclo lunar de 19 años solares (es decir, 235 revoluciones lunares) y el ciclo solar de 28 años. Entre el momento de Beda (muerto en 735), cuando el sistema estaba totalmente desarrollado, y alrededor del año 1500 el computus se redujo a una serie de versos que se aprendía de memoria.
Hasta el siglo XII la geometría hacía referencia principalmente a fórmulas aproximadas para medir áreas y volúmenes en la tradición de los agrimensores romanos. Sobre el año 1000 el erudito francés Gerberto de Aurillac, futuro papa Silvestre II, introdujo un tipo de ábaco en el que los números eran representados por piedras que tenían números arábigos. Tales novedades eran conocidas por muy pocos.